martes, 2 de diciembre de 2008

Odiseo

A Verónica, por el gusto de verte.

Entonces, Odiseo se cansó de nuevo de esperar en su casa -como decía Monterroso- a que Penélope terminara de tejer. Por eso, en un arranque de cólera, ideó el caballo de Troya que le permitiría vencer la resistencia de su amada esposa.


Odiseo ya no era fuerte, y en lugar de astuto, como Homero le señalara como su mayor virtud, se había degenerado y ahora era un simple mañoso; un viejo verde, como le llaman ahora.


Así que, el muy mañoso, se había dado cuenta de que en su casa hacían falta huevos, y ¡qué huevos! Entonces, muy decidido, Odiseo se enfrentó de una vez por todas a Penélope, y le dijo: “Voy al supermercado a por huevos”, dijo con un acento muy peninsular.


Penélope intentó convencerlo de lo contrario, pero Odiseo ya estaba decidido. El muy mañoso sabía lo que hacía. Durante veinte años de ausencia, había idealizado a su esposa; pero ahora, sabía cómo era ella en realidad y lo que significaba vivir con ella.


Desde hacíe tiempos, tenía programada una salida así, pero Penélope –y sobre todo Telémaco- se lo habían impedido, ya que él tal vez no recordaba cómo había sido la última vez, en donde, ya ven, tardó veinte años y hasta tuvo que ingeniárselas contra un cíclope.


Pero, como decía Gardel, veinte años no son nada, y Odiseo necio, ya que estaba seguro que aún conservaba el sex appeal, que antaño logró conquistar a Circe, Calipso, las sirenas y –quién quita- hasta a Escilia o algún mocete bien parecido cuando los días se hacían largos en alta mar; era probable que vagando un poco por ahí lograra emular sus aventuras, como cualquier Leopold Bloom pudiera hacerlo en pleno siglo XXI.


Su astucia no le sirvió de nada para convercer de ir al supermercado, pero como ya estaba viejo, y Penélope se había cansado de lidiar con él, le dijo que estaba bien, que se fuera, y que si era posible le comprara esa crema antiarrugas que anunciaban en la televisión, ésa que promocionan valiéndose de un pobre lagarto y su preciosa piel.


Así que, ¡por fin! tanto va el necio al cántaro, que por fin bebe su agua. Pero, antes de salir, Odiseo tenía que hacer todo un ritual. Había decidido rasurarse, porque esa barba larga, rubia, se había convertido en dos o tres pelos que le salían, y lo peor es que ya había encanecido. Debía quitarse ese look de old fashion de asistente de contabilidad, y es que después de que los pretendientes de su mujer lo dejaran en casi bancarrota, Odiseo se volvió en un hombre que medía todo, muy previsible y con una tacañería que rápido lo envejeció.


Se quitó los anteojos, pese a que sin ellos no miraba nada, pero, bueno, en fin, si no, no presumiría sus lindos ojos verdes en el supermercado, único símbolo de belleza que le quedaba, aunque en realidad sus ojos reflejaban el cansancio que tienen los combatientes después de la guerra.


Montó en un carro de batalla, tirado por dos bellos corceles negros. Pero al salir por la calle, los equinos no se animaban a pasar en medio de ese feroz tráfico. “Esto es para animales”, debieron de haber pensado los brutos.


A pesar de que el supermercado más cercano se encontraba a veinte minutos caminando, Odiseo tardó casi una hora en llegar en su vehículo. Tuvo que buscar el sótano del parqueo, porque en la parte de arriba estaba lleno. La mayoría de personas se queda en el primer lugar que encuentra, y, si no hay, se espera hasta que se desocupe algo.


Por fin logró que el carro de batalla entrara en retroceso, porque los caballos no querían hacerlo, ya que habían tenido una mala experiencia anterior yéndose de reculón. Con dificultades, apenas logró introducirse en el espacio correspondiente, ya que el carro de al lado estaba pisando la línea amarilla que delimita las fronteras entre uno y otro automóvil.


Odiseo debió subir por las gradas, porque en el elevador había mucha cola de gente que le daba pereza subir por sus propios medios. Al llegar, al menos cinco volantes sobre almuerzos económicos cayeron en sus manos. Irremediablemente, los papeles terminaron en el primer bote de basura que encontró.


El supermercado es inhumano. No hay como una abarrotería, en donde pregunta: “¿A cómo los huevos?” “Ushhh, ya están caros, pero por ser usté, se los dejo al precio de a como estaban antes”.


Desacostumbrado a ello, Odiseo le preguntó al primer empleado que vio: “¿Tiene huevos?”, a lo que invariablemente debió responder: “A huevos”.


Odiseo aprendió así su primera lección: para qué preguntar en el supermercado, si de todos modos a quien uno le pregunte va tener que consultar por su radiotransmisor sobre el cuestionamiento, todo para que lo que uno busca esté en el pasillo de al lado.


De esa forma, Odiseo debió abrirse paso entre aquella maraña de gente. “¡Cómo me gustaría tener mi caballo de Troya!”, pensó el otrora héroe. Pero, lo peor de todo, es que los mismos empleados del supermercado eran quienes más obstruían: el del trapeador, el que cargaba bultos, la que estaba colocando los precios, la que estaba moviendo –sin razón aparente- las cosas de este lugar para este otro lugar; la degustadora que te ofrece salchichitas fritas con las manos sucias; o, simplemente, el gerente que le gustaba pavonearse entre sus empleados, pero sobre todo entre sus empleadas. Por fin encontró los huevos, pero por el precio se convenció sobre por qué su esposa mejor los compraba en la panadería; y regresó.


Cuando estaba haciendo cola para que simplemente le sellaran su tiquete de parqueo, vio a lo lejos a Calipso. Ya eran más de veinte años que no la veían. Odiseo se preguntaba constantemente qué hubiera pasado si se hubiese quedado con ella.


Calipso lo reconoció de inmediato, como si fuera Argos; con suma coquetería, le guiñó el ojo. Conducía una carretilla, y en el asiente llevaba a un pequeño niño. Odiseo supo de golpe que Calipso se había casado y que ya era una madre de familia. Y, lo peor, es que se miraba muy bien, hasta feliz. Así que él le guiñó el ojo, también, terminó de sellar de una vez por todas su tiquete, se puso sus gafas y se fue.


Al regresar a su casa, otra vez estaban los pretendientes de Penélope, pero esta vez sí les estaba haciendo caso. Ella creía que Odiseo regresaría en veinte años, así que prefirió no perder tiempo.


Y sin fuerzas para tensar su arco, Odiseo volvió a irse, a encontrarse a sí mismo, quizá en el billar o caminado sobre la playa, aunque, según la leyenda, fue en busca de la Atlántida, que, por entonces, era un complejo habitacional con muchos problemas de violencia, sin agua y sin acceso a transporte.



FOTO: Odiseo atado al mástil del barco, para vencer el canto de las sirenas, mientras su tripulación había bloqueado sus oídos con cera.

2 comentarios:

Hilario dijo...

En otro tono pero sobre el mismo tema eterno, talvez te interese leer esto: http://lahistoriadesal.blogspot.com/2008/09/hilario.html
Saludos.

Mario Cordero Ávila dijo...

Gracias por la sugerencia, Guillermo. Lo leeré y te postearé mi comentario.