En una lejana aldea,
conocida como Hamelin, de un país muy lejano, hubo una epidemia de
ratas y ratones que había surgido por la dejadez de las autoridades,
pero también de la población. La plaga se había apoderado de tal forma
del poblado, que afectaba todos los ámbitos, desde el personal y
familiar hasta el social.
Lo asombroso es que a nadie le importó saber qué causó esta epidemia.
Para muchos, las causas, obviamente, eran la falta de higiene, de
políticas públicas, así como de no haberse ejecutado los fondos públicos
que se habían destinado para prevenir desastres. Las autoridades ya se
habían acostumbrado a reaccionar ante las malas noticias, y la población
había dejado de exigir programas de prevención.
De una manera urgente, los pobladores exigieron a sus autoridades que aprobaran, de urgencia nacional, una Ley Antirratones, que por esa época también fue conocida como Ley Anticorrupción, puesto que estos animales corroían todo lo que encontraban a su paso.
Las autoridades, previo a la sesión para conocer la ley, se habían comprometido, con rasgadura de vestiduras incluida, a que la aprobarían de urgencia nacional. Incluso, salieron tomándose fotografías en una pequeña área antirratones que habían instalado para poder pensar sin la maligna influencia de los roedores.
Sin embargo, nada pasó. Entonces, las autoridades, en vez de combatir las causas del mal, decidieron ofrecer una recompensa de 50 mil billetes a quien fuera capaz de hacer olvidar a la población de los roedores. Algunos pobladores consideraron que esto era ineficaz e insuficiente, y propusieron que se otorgara hasta 500 mil a quien fuera capaz de encontrar al culpable. Pero las autoridades justificaron que no tenían dinero y que, en todo caso, tendrían que aprobar más deuda para poder costearlo.
Atraídos por la recompensa, primero llegó un flautista, quien hizo olvidar con su música sobre la plaga, a pesar de que ésta, como el dinosaurio, continuaba allí. Después vinieron más músicos, algunos de los cuales hasta participaron en programas televisados; la población llegó a tal punto de la distracción, que se olvidó de los ratones y apoyó a estos artistas a punta de mensajes de texto.
Otro tipo de artistas vinieron: cineastas, pintores, escultores y escritores, quienes hacían enorgullecer a los habitantes de Hamelin con premios importantes en el extranjero, incluso el Premio Nobel de Literatura, entre otros.
Y no solo artistas, porque también científicos y deportistas probaron suerte, y ciertamente algunos lo lograron, teniendo buenas participaciones en olimpiadas, científicas y deportivas, dándose a tacos con los mejores de otras aldeas de la aldea global.
Pero llegó el punto en que artistas, científicos y deportistas pidieron la recompensa prometida. Entonces, los ratones -que seguían allí, a pesar de todo- aconsejaron a las autoridades que se hicieran los locos y que no dieran la recompensa.
La decepción reinó en Hamelin, y los niños comprendieron que la aldea no tenía futuro. Tenían que decidir entre quedarse y aceptar el triunfo de las ratas, o emigrar a otras aldeas. Algunos se quedaron, pero poco a poco se empezaron a ir. Muchos aprovecharon el momento en que el flautista salía de la ciudad, mientras ejecutaba su instrumento.
Las autoridades comprendieron que con la huida de los niños, la aldea, tarde o temprano, se quedaría sin futuro. Entonces, para taparle el ojo al macho, ofrecieron, más bien, una pensión mensual de mil billetes a los artistas, científicos y deportistas, con tal de atarlos y que éstos no se fueran. Y ante la indignación de los pobladores, niños y hasta algunos ratones, las autoridades prometieron que harían una propuesta de ley para elevar esta pensión. Sin embargo, todos recordaron el fiasco de la no aprobación de la Ley Antirratones, y nadie les creyó.
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