miércoles, 26 de junio de 2013

Apología del subordinado

Ser jefe es lo peor que te puede pasar. Al principio, cuando finalmente te ascienden, pensás que finalmente lo habías logrado, y que, ahora sí, todo iba a mejorar, no solo para tu economía familiar, sino que para el trabajo mismo, porque seguramente ya estabas harto de tu jefe anterior, quien hizo bien en irse o morirse, o saber qué le pasó, porque ya nadie lo aguantaba, especialmente vos.

En alguno momento, jamás pensaste que asumirías, porque al jefe anterior parecía pegado con chicle en el poder, y creías que difícilmente lo despedirían, ya sea porque era el dueño de la empresa (o el hijo), o bien era alguien de confianza del dueño, así que no creo que lo hayan despedido.

Y antes de pasar a lo que realmente te interesa, te quiero decir que son mentiras eso de que creés que tu economía mejorará con un pequeño o gran aumento de salario. En realidad el dinero siempre hará falta. Siempre. Así que no busqués excusas solo para ganar más, porque rápidamente lo equipararás con gastar más. Fin de esta discusión.

Pero volviendo a tu caso. Recién te nombraron jefe, y esperás que tu departamento sea lo mejor. Entonces, empezás a implementar todas esas ideas que siempre tuviste y que creías que eran mejor, y no sabías cómo tu jefe anterior no lo hacía. Incluso, hasta llegaste a redactar esas ideas y se las presentaste en un MEMO, convertido posteriormente en una presentación Power Point, y él, al leerlo, se sonrió ligeramente (porque no se permitió carcajearse) y te dijo: “Lo voy a leer despacio y después hablamos”, pero jamás hablaron, ni mucho menos implementó tus ideas.

Bueno, pero eso ya no importa, porque ahora finalmente te nombraron jefe, aunque lo más seguro es que otros más capaces que vos se hayan ido antes, decepcionados, a otro trabajo, y de perdida quedaste vos, el último tonto que no se pudo ir a un trabajo mejor. Pero te nombraron jefe, y creíste que tu sacrificio finalmente valió la pena, y que ahora sí vas a demostrar cómo se hacen las cosas. Es un pequeño paso, pero en breve verán cómo mejora esto, pensaste.

Antes de asumir, ya habías planificado qué hacer. Compraste una plantita para tu nuevo escritorio, quizá una agenda más grande, y te enfrentaste a tu nuevo reto, que aunque mayor, sabías que te iba a quedar chico, porque te creías capaz para ello y mucho más. Estabas listo para comerte el mundo.

Y, así, la primera semana dominaste. Pusiste tus reglas. Tus compañeros, que antes mirabas frente a frente, ahora los miras por debajo del hombro. Pero ellos te dieron el beneficio de la duda, y pusieron todo de su parte para comprender lo que querías. Intentaste cambiar muchas cosas, no de golpe, porque sabés que hay cosas que llevan su tiempo. Pero exigiste, y al final tuviste los resultados deseados.

Bueno, más o menos, porque algunas cosas no salieron como querías. Pero la segunda semana sería diferente. Entonces, poco a poco, tus excompañeros (hoy subordinados) te miran con desconfianza, con esa cara de “¿qué te pasó?”; pero aún los unía cierto vínculo de amistad, y te siguieron apoyando.

Y así, la semana siguiente, y la siguiente, hasta que la silla de tu nuevo escritorio empieza a empolvarse; completás un mes, y dos, y las cosas siguen más o menos igual. Quizá hasta peor; no solo porque el cumplimiento de los objetivos decayeron, sino que ahora tus excompañeros y ahora subordinados te miran con desconfianza.

Entonces, te da pena sentarte a la mesa con ellos a la hora del almuerzo. Quizá, pensaste, que mucha familiaridad no era buena para la relación. Empezaste a comer solo. De hecho, empezaste a comer solito en tu escritorio, y seguiste trabajando mientras comías una hamburguesa de comida rápida, y una gaseosa. Pero no importaba, justificabas que ya no tuvieras hora de almuerzo, porque la estabas utilizando para rentabilizar mejor tu tiempo en la empresa, que era rentabilizar el trabajo de tu equipo.

Y cuando más empeñado estabas en sacar todo adelante, los accionistas de la empresa te llaman y te dicen que qué está pasando, que se evidencia que han decaído las metas y que están preocupados, porque han preguntado a tus excompañeros (ahora subordinados) y dijeron que se sentían mal, y que ya no se sentían tan a gusto.

Entonces, prometiste que ibas a revisar, intentar mejorar el trabajo y la relación interna en la oficina, y los accionistas te dijeron que para ellos lo más importante (aparte de tener las mejores ganancias posibles) eran los empleados, y que si no hay un buen ambiente en la oficina, entonces que mejor dijeras, y que cerraban todo de una vez, o si bien necesitabas alguien que te ayudara, pero rápido dijiste que no, porque no querías mostrarte débil ni que no tenías las suficientes habilidades para desempeñar el cargo.

Y no comprendías, qué habrá pasado, si no los trataste mal. Y es que aunque te habías molestado un poco porque no comprendieron rápidamente tus ideas, no fuiste capaz de regañarlos. No, claro que no, eso ni se te ocurriría. Porque si algo no te gustaba de ser jefe es verte en la necesidad de regañar a alguien. Creías que todo se componía con una charla amistosa, una palmadita en la espalda y preguntarle a tu excompañero (ahora subordinado), ¿qué te está pasando, te sentís bien? Me preocupa un poco tu rendimiento. Y él te respondió que no, que se sentía bien, y vos le insististe todavía que si había algo en que podías ayudar, con gusto lo harías.

Y así, tu filosofía de Cero Regaños empezó a hacerte perder el control. Poco a poco la ira se empezó a acumular, hasta que finalmente salió, el primer regaño, un poco arrepentido al principio, pero finalmente terminaste con potencia, quizá un poco más fuerte de lo necesario.

Y regresaste a tu oficina, después de dar tu sermón violentamente, sin querer ver los ojos de nadie. Ya solo, en tu silla acolchada, te arrepentiste. Entonces, volvió a pasar un tiempo sin regaños, ni siquiera una regañina. Y el proceso se volvía a repetir. Insistías en tu filosofía de una “charla amistosa”, pero finalmente terminabas gritando, hasta que no te diste cuenta el momento en que no hubo día de Dios en que no regañabas a alguien, al menos de forma “cariñosa”.

¿Y las metas? Seguían más o menos igual. Lo bueno es que ya todos se fueron acostumbrando a tu manera de trabajar. Finalmente todo empezó a tomar el ritmo, pero era más o menos todo igual que cuando estaba tu antiguo jefe. Y allí caíste en la cuenta de que te habías convertido en él. Y las ideas que tenías para mejorar el trabajo, finalmente no funcionaron, y la ley de la gravedad siguió funcionando para que las cosas se siguieran cayendo por su peso.

Y tus excompañeros (ahora subordinados) empezaron a renunciar, para buscar un trabajo mejor, y que aunque pusieron en su carta de renuncia que tenían una mejor oferta, sabías que era porque ya no te soportaban. Vino gente nueva, gente joven, a quien enseñarles. Hasta que finalmente todos tus excompañeros se habían ido. Ahora todos te conocieron viéndote hacia arriba.

Y a la luz de los años, ¿cuántos han pasado ya? ¿Dos, cinco, veinte? ¿Tanto tiempo ya? Y vos seguías de jefe, y la producción se mantenía más o menos igual. Quizá peor. Cada cierto tiempo, los accionistas te jalaban las orejas, para que mejoraras el trabajo. Pero, de cierta forma, tu piel se fue volviendo como la de un rinoceronte, y ya ni las llamadas de atención de los dueños eran capaces de hacerte cambiar. Apretabas los ritmos por cierto tiempo para acallar las quejas de los accionistas, y luego todo volvía a tomar su rumbo.

Todo igual, solo que vos te ves más viejo y más frustrado.

Alguna vez pensaste en renunciar. Pero también Atlas tenía el mundo sobre sus hombros, y creía que si renunciaba, el mundo se caería encima.

Y lo que ganabas con tu salario ya no era suficiente. El precio de la comida subía y subía. Tus hijos demandaban más cosas y tu esposa se quejaba de que no solo ya no alcanzaba, sino que cada vez te miraba más cansado y deprimido. Quizá las cosas cambiarían, cuando terminaras de pagar el préstamo del carro, o la hipoteca de la casa.


Y el mundo, sin embargo, se mueve, decía Galileo.

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