A la muerte de Otto-Raúl González
Más o menos, el 30 de abril, una invitación me llegó de la Universidad de San Carlos. Se trataba de la entrega del doctorado honoris causa a Otto-Raúl González. Rápidamente, destiné el artículo central del suplemento cultural del 5 de mayo de este año para su vida y obra.
Aunque no lo parezca, el espacio en los medios escritos es muy limitado, y el gran problema fue seleccionar sólo algunos aspectos de su obra para resaltar. Por un lado estaba su coherencia política y poética; estaba Voz y voto del geranio, poemario comentado por todos; estaba la imagen de uno de sus verso: “Tecún Umán se rasca un huevo”; estaban sus colores inventados; estaban sus cuentos cortos; sus caligramas y sus poemas palíndromos. Lastimosamente no todo cupo, y a la hora del resultado diagramado, tuve que editar mi texto.
Sin embargo, era lo de menos. La portada estaba dedicada a Otto-Raúl, y, sobre todo, expresaba mi admiración por él, por su obra, por su lucha política. Me daba tristeza su exilio, pues, a pesar de que él se había naturalizado como mexicano, en su poesía seguía estando presente Guatemala. Además, anunciaba e invitaba a los lectores a la investidura del doctorado honoris causa (que, como grado académico no era necesario, pues él tenía un doctorado; sin embargo, sí era necesario por el homenaje).
No recuerdo haberlo visto anunciado en otro medio de comunicación, sólo en La Hora. Pese a la poca difusión, el salón estaba abarrotado. Yo había querido ir, pues me parecía que sería la única oportunidad para conocerlo en persona.
Me acerqué a una tarima destinada para la prensa, dominada por periodistas de la sección de sociales, faltando los reporteros de cultura. Al sacar la cámara y montar el telefoto, empecé a realizar tomas cercanas de su rostro. Vi cómo se notaba de cansado, y pensé que seguramente ya estaba en las últimas, y que realmente era una suerte tenerlo de nuevo en Guatemala.
“Soy poeta y tengo 86 años”, fueron las palabras impactantes que enunció, las cuales me erizaron la piel. Muchos se creen artistas en Guatemala, pero pocos lo son. Cuando Otto-Raúl lo dijo, no era para ensalzarse, sino porque expresó cuál había sido su plan de vida: “ser poeta”.
A pesar de su cansancio físico, a pesar de no tener fuerza para poder caminar, su rostro mostraba una sonrisa. Cuando un reportero le preguntó “¿Cómo se siente?”, él respondió “Chingón”, lo cual no fue publicado, seguramente por la expresión políticamente incorrecta.
De ahí, fue llevado de un lado a otro; sirvió de monigote para que otros “poetas” se fotografiaran con él, y luego incluyeran esa foto en su portal de Internet o en su próximo libro, para presumir que Otto-Raúl González se había fotografiado con ellos, a pesar de que el poeta guatemalteco ni siquiera supiese con quién se retrataba.
Lo escondieron en un rinconcito oscuro. Mientras tanto, el vino blanco y las boquitas circulaban por el “alto mundo de la cultura”, embriagándose a costillas del poeta Otto-Raúl. Una de las personas que cuidaba al poeta dijo: “Ahora, ¿dónde lo ponemos?”, a lo que una persona indignada de los alrededores dijo: “Ni que fuera un tanate”, lo que provocó la risa de Otto-Raúl, quien parecía estar disfrutando todo.
Yo llevaba uno de los suplementos culturales de La Hora para que lo autografiara, pero el circo que se había montado a su alrededor, y la sensibilidad de su alma me hizo comprender que su último retorno al país no era para hacer “recuerditos” del poeta, sino para mirar por última vez a su tierra, y para recibir uno de los pocos homenajes que recibiría en Guatemala (sólo habría que rescatar que también se le concedió el Premio Nacional de Literatura, el más importante del país).
Su muerte fue de gran tristeza para mí. Por suerte, no me arrepentí de no haber asistido a su homenaje por parte de la Universidad. Ahora, sólo resta hacerle el más grande homenaje que se le puede hacer a un poeta: leer su obra.
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