miércoles, 20 de junio de 2012

La “democratización” de la corrupción



Aunque la ley contra la corrupción no se ha aprobado (pese a los intentos de que se haga de urgencia nacional), es evidente que al menos ya existe una apertura para aprobar una ley contra la corrupción, enfocándose básicamente en el enriquecimiento ilícito. Hoy se intentó aprobarla, pero tan solo logró pasar en una primera lectura; en todo caso, creo que no es muy relevante para esta reflexión.

Me pregunto por qué ahora el tema del enriquecimiento ilícito se habla de frente, con apoyos importantes de bancadas en el Congreso, incluyendo la oficial, y bloques legislativos que abogan por un capitalismo fuerte, especialmente en favor de la empresarialidad y la competitividad del país.

Usualmente, nuestra concepción de corrupción es, precisamente, que está ligada en los negocios entre grandes empresas y la clase política, como producto de los apoyos financieros que los primeros dieron a los segundos para que llegaran a los puestos públicos. ¿No le parece, al menos curioso, que estos sectores son lo que aboguen por esta ley?

Más de algún lector despierto y vivaracho ya tendrá el primer “pero” en su boca, y me dirá que la corrupción es generalizada en el país, y que muchas personas hacen uso de los sobornos para evadir una multa de tránsito, o bien para hacer avanzar un trámite. Pero prefiero dejar estos casos de corrupción a un lado, porque no se comparan Q100 que se dan de mordida, a Q84 millones que fueron hurtados sin más ni más.

Retorno, entonces, a mi digresión (porque es, en realidad, una digresión). Supongo que buena parte de nuestra historia política, incluso la que viene desde antes de la Colonia, se basó en un sistema en que el gran capital usualmente lograba favores gracias a sobornos o comisiones. Muchas veces, también, el poder político y el poder económico tenían al mismo representante, por lo que se articulaba ahí una bisagra para hacer circular el dinero público hacia lo privado. Pero este extremo no ha sido la regla, porque las empresas preferirán siempre dedicarse a sus negocios y no a la política.

Nuestra historia política nos ha demostrado que por períodos ha habido figuras de poder fuertes, que se encargan de mantener este sistema corrupto. Los dictadores de nuestra historia temprana y, posteriormente, los gobiernos militares de la segunda mitad del siglo XX, fueron ejemplos. Salvo excepciones, la mayoría de gobernadores, dictadores y jefes militares de facto desde 1700 hasta finales del siglo XX, llegaron al poder con recursos más bien limitados, y salieron con fortunas que son suficientes para concluir sus días, así como las de los nietos de sus nietos.

Sin embargo, en algún momento (que coincide con el retorno democrático de finales del siglo XX), la representatividad política se ha pluralizado (aunque no con las mismas cuotas de poder). En algún momento, la corrupción en los negocios del Estado -que servía antaño para adquirir cierta ventaja frente a otros potenciales competidores-, dejó de ser una ventaja, y pasó a ser, más bien, un gasto fijo en las planillas de los contratistas.

¿Cuánto destinarán los contratistas del Estado para la corrupción? ¿10, 20 o hasta 30 por ciento de su presupuesto? ¿O algunos se arriesgan a ganar limpiamente las licitaciones? ¿Se debe incluir en este tipo de gastos los financiamientos de campaña? ¿Y cuántos millardos de quetzales gastará el Estado en materia de corrupción? ¿Uno, dos o hasta diez mil millones de quetzales?

En otras palabras, la corrupción se ha convertido en un gasto fijo, en un concepto de “inversión” habitual dentro de las empresas y presupuesto del Estado, al igual que como ya se está volviendo común el gasto en seguridad, debido a la incesante violencia y delincuencia. Y, a pesar de ello, pareciera que los contratistas ya no la tienen segura. Capitales emergentes han surgido gracias a este sistema, y nuevos ricos salen de la función pública, luego de haber llegado con una mano adelante y otra atrás.

Pocas cosas, en Guatemala, se han democratizado. Algunas de ellas son las enfermedades, la desnutrición, la pobreza y la violencia, por estas llegan a todos por igual. La corrupción es otra de ellas. Se ha llegado a tal punto de que los sobornos se han generalizado, a tal punto de que ya casi cualquier funcionario público puede pedirlos, y casi cualquier guatemalteco debe hacer uso de ellos para hacer que las cosas funcionen. La corrupción dejó de ser una “ventaja” para ciertos sectores acomodados y altos funcionarios.

Ante ello, creo que los sectores de poder y político de mucho peso han optado por cortar estos mecanismos. Claro está, que la ley anticorrupción o de enriquecimiento ilícito aportará para combatir este flagelo, pero este tema pasará ahora a manos del Ministerio Público y la Justicia, que, como todos sabemos, no son todo lo efectivas que esperamos. Tal y como está ahora, el sistema de justicia es lo bastante eficiente para perseguir a personas sin recursos y a opositores del poder en turno. Espero que esto cambie, porque la ley contra la corrupción se debe implementar no solo a quien recibe un soborno de Q100, sino especialmente contra los que roban descaradamente Q84 millones.

Luego tendrá que venir una reforma del sistema de justicia, especialmente en Tribunales, y la reforma política, especialmente en los “financiamientos” de partidos políticos. Fin de la digresión.

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