Las sociedades agrícolas, para poder serlo, debieron resolver el problema del almacenamiento de insumos, especialmente los alimenticios, para poder sobrevivir en las épocas de baja cosecha o recolección. Ello era cuestión de vida o muerte. Según Harris, ello propició a que las comunidades empezaran a enfocarse en ver quién o quiénes eran los mejores recolectores y que podían asegurar el sustento para el invierno.
Así surgió un liderazgo a base de capacidad. Ello, por supuesto, que ofrecía algunos beneficios; por ejemplo, el poder disponer de los recursos de la comunidad para favorecer a la familia propia del líder. Poco a poco, esta ventaja para asegurar la trascendencia familiar fue más atractiva, por lo que el puesto empezó a tener más contendientes, ya que no se basaba únicamente en dar un servicio a la comunidad de manera interesada, sino que también traía ventajas.
Así que Harris (cuyas conclusiones se basaron en la observación de sociedades que persistían con sistemas de la transición recolector-sedentario) consideró que, antes de que se inventara la elección popular para designar a un puesto de servicio comunitario, se realizaron sistemas de competencia para evaluar quién era el mejor para el puesto de liderazgo. De esa forma, quien mejor desempeñaba la tarea de recolección, guardado y administración de los recursos, destacaba entre los demás y llegaba a ser designado como líder.
La competencia cada vez fue más dura, por lo que los aspirantes al liderazgo tuvieron que empezar a crear estrategias para impresionar, usando artilugios para aparentar más de lo que en realidad se tenía la capacidad. Por ejemplo, al finalizar la época de cosecha, se empezaron a acostumbrar las grandes celebraciones, en que el líder o aspirante ofrecía lo mejor de sí para intentar convencer a la comunidad de que a lo largo del año le había ido bien y que hasta se podían dar el lujo de tener “pequeños” (o grandes) despilfarros de recursos, sin pena de que para el invierno pudiese faltar.
En esto pensaba justamente en estos días cuando no pocas empresas deciden “impresionar” al guatemalteco promedio durante las fiestas navideñas. Juegos pirotécnicos a gran escala, árboles navideños gigantes, conciertos, megaconvivios, desfiles y un largo etcétera de actividades en que nos tratan de demostrar “lo bien” que les ha ido en el año. Aunque quizá nadie les esté pidiendo el balance general de la empresa, es obvio que esto representa un enorme gasto para las empresas. Ello, a mi interpretación, tiene el mismo objetivo que las comunidades primarias agrícolas que describió Harris, y que quieren demostrarnos lo “buen administradores” que son y que, por tanto, podemos seguir confiando en ellos.
Ello también se da a menor escala. Por ejemplo, justamente para la Navidad o Año Nuevo, siempre habrá más de algún vecino que hace un elevado gasto en pólvora, o bien que adorna con infinidad de luces de colores, pese a que ello es oneroso e innecesario. Pero sin duda, quieren aparentar lo “bien” que les está yendo, aunque en la práctica no sea tan cierto. De igual forma puede ser con los regalos navideños (que entre más caros, más percepción de prosperidad ofrecen), o esas actividades en las iglesias, que entre más grande y caro es el adorno que una familia ofreció, más ilusión de prosperidad ofrece.
No sé a dónde quiero llegar. Supongo que esto evidencia que la empresarialidad y la virtud en nuestro país están en segundo lugar, por detrás de las apariencias. De hecho, creo que nos importa más cómo nos ven los demás que lo que somos en realidad. El querer hacernos ver bien no estaría mal si en realidad no lo aparentamos, sino que lo somos. Pero en todo esto, lleno de luces y desfiles y pólvora, deja un mal sabor de boca, a sabiendas que el desarrollo no llega del todo y que nos falta mucho para que toda la población acceda a empleos dignos. Quisiera que en vez de “aparentar” en el fin de año, “fuéramos” durante los doce meses.
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