miércoles, 15 de enero de 2014

Llevar perdidos cien años

En 1960, Harper Lee publicó To Kill a Mockingbird, un libro controversial sobre un caso de discriminación racial en la justicia ocurrido en 1936, del cual la autora pareciera haber conocido de primera mano.

En uno de los pasajes clave, Atticus Finch, un abogado viudo, intenta convencer a su hija Scout, narradora de la novela, de que deje de liarse a los golpes en la escuela. Pero en la más reciente ocasión, la niña tenía un buen motivo: un niño le había dicho que su padre defendía “nigros”.


En primer lugar, Atticus la regañó por el término “nigro” y le pidió que, aunque todo el mundo lo dijera, ella no lo hiciese. Luego pasó a explicarle por qué lo hacía, lo cual era difícil para la época, cuando la segregación racial en Estados Unidos todavía seguía siendo la práctica usual.

–Simplemente, estoy defendiendo a un negro: se llama Tom Robinson. Vive en el pequeño campamento que hay más allá del vaciadero de la ciudad. Es miembro de la iglesia de Calpurnia, y ésta conoce bien a su familia. Dice que son personas de conducta intachable. Scout, tú no eres bastante mayor todavía para entender ciertas cosas, pero por la ciudad se ha hablado mucho y en tono airado de que yo no debería poner mucho interés en defender a ese hombre. Es un caso peculiar… No se presentará a juicio hasta la sesión del verano. John Taylor tuvo la bondad de concedernos un aplazamiento…
–Si no debes defenderle, ¿por qué lo defiendes?
–Por varios motivos –contestó Atticus–. Pero el principal es que si no le defendiese no podría caminar por la ciudad con la cabeza alta, no podría ordenarles a Jem y a ti que hagan esto o aquello.
–¿Quieres decir que si no defendieses a ese hombre, Jem y yo no deberíamos obedecerte?
–Esto es, poco más o menos.
–¿Por qué?
–Porque no podría pedirles que me obedezcan nunca más. Mira, Scout, por la misma índole de su trabajo, cada abogado topa durante su vida con un caso que le afecta personalmente. Este es el mío, me figuro. Es posible que oigas cosas feas en la escuela: pero haz una cosa por mí, si quieres: levanta la cabeza y no levantes los puños. Sea lo que fuere lo que te digan, no permitas que te hagan perder los nervios. Procura luchar con el cerebro para variar… Es un cambio excelente, aunque tu cerebro se resista a aprender.
–¿Ganaremos el juicio, Atticus?
–No, cariño.
–Entonces como…
–Simplemente, el hecho de que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer –respondió Atticus.

Uno de los cambios que hubo con respecto a la administración del Estado con la Revolución Francesa fue desligar la justicia de otros sectores poderosos. Ello porque se pensaba en especializar jueces para que se encargasen de ello y porque antes de ello era desproporcionada la fuerza del Estado en contra de un sospechoso. De entonces para acá, se han creado mecanismos para que el acusado tenga alguna oportunidad de demostrar su inocencia.

Sin embargo, tal ha sido la experiencia en todo el mundo, pero especialmente en Guatemala, en que la justicia se ha convertido en un laberinto que los abogados defensores pueden retorcer más y menos, bajo la bandera del “debido proceso”, que no es más que esa idea de la Ilustración francesa de ofrecerle al acusado la oportunidad de defender. Pero en la práctica se ha reducido al entorpecimiento para que el Estado haga avanzar un caso.

En los dos casos más paradigmáticos de la justicia en Guatemala, y que han coincidido en el mismo año, son el caso por genocidio contra Efraín Ríos Montt y el caso por femicidio contra Roberto Barreda. Ambos se refieren a los dos tipos de violencia más detestables y que nos han hecho mucho daño en el país. En el primero, el genocidio, en la que el Estado perdió la cabeza y empezó a masacrar a pobladores inocentes, basándose en un criterio grupal. El segundo, sobre violencia doméstica, que ha afectado a millones de hogares a lo largo de nuestra historia.

En ambos casos, se ha evidenciado las estrategias de la defensa para intentar revertir el proceso, pero no a través de pruebas que logren defender la inocencia de sus clientes, sino a través de argucias legales que van dirigidas a encontrar errores en los procedimientos, lo cual poco o nada aporta a la jurisprudencia.

El error más grave de la concepción del “debido proceso” en la justicia es que este está encaminado a proteger al acusado, pero se ha olvidado por completo de la víctima, quienes deben tragarse la frustración de ver procesos amañados y que no avanzan. Por ejemplo, se vio en el caso por genocidio que decenas de personas dieron su testimonio de la masacre, y que la defensa intentaba dejar fuera el testimonio. ¿Y por qué, si son las víctimas?

En el otro caso, el de Roberto Barreda, cabe recordar que por estas argucias legales, que impidieron el avance del proceso, lo cual permitió que el sospechoso estuviera prófugo por dos años, no ayudaron tampoco a proteger a las víctimas colaterales, los niños Barreda Siekavizza.

Hay dos enseñanzas en el libro antes mencionado que Atticus le ofrece a su hija. La primera es que si el abogado no hubiese aceptado a procurar la justicia, él no hubiera podido caminar con la cabeza en alto y no hubiera podido hacer que sus hijos le obedecieran.

Este es el caso de la impunidad, puesto que no podemos hacer respetar las más simples normas de conductas (no pasarse los semáforos en rojo, que se paguen los impuestos, rechazar los sobornos) cuando vemos que las altas autoridades no son en sí mismos agentes para procurar justicia. El caso se agrava con los juicios de los gobernantes, como el caso Ríos Montt, en que la sensación que deja a todos los habitantes es que los altos funcionarios pueden hacer lo que quieran, porque no hay temor de un castigo posterior. Y ello se manifiesta en algunos de los funcionarios, los diputados y los magistrados actuales, e incluso hasta los candidatos que aún no ejercen el poder estatal, y se muestran y actúan sin temor a posibles consecuencias de sus malos actos.

Pero esta impunidad no solo está en las altas esferas. Cabe destacar que en esos juegos de poder en los que nos desenvolvemos en la sociedad, también es ventajosa la impunidad. Es el caso de un padre con su esposa e hijos (Caso Siekavizza), en el que la impunidad familiar emula la impunidad nacional, en que la figura de poder ejerce sin restricciones ni temores. En otros rubros también es ventajoso para un piloto de bus, por ejemplo, que no haya controles en las carreteras, porque así puede evadir sus responsabilidades: cobrar lo justo, conducir con precaución, poseer un seguro de vida y contra accidentes, tener la maquinaria del automóvil en buen estado, etc.

La segunda lección de To Kill a Mockingbird, que es la que más me gusta, es que a pesar de la certeza de Atticus de que no iba a ganar el caso, no por ello iba a dejar de tomarlo. En su criterio, abandonar la lucha por la justicia también es contribuir a la impunidad.

Es probable que alguna vez nos hayamos sentido así: derrotados desde antes de empezar, o bien, que creamos que la lucha no merece la pena, porque es un monstruo muy grande, imposible de vencer. Pero como bien lo dijo el abogado de la novela: “El hecho de que hayamos perdido cien años antes de empezar no es motivo para que no intentemos vencer”.

Es necesario, pues, que asumamos una postura a favor de la víctima, más que a favor del acusado, pero como una propuesta solidaria ante la vida, porque de la noche a la mañana las leyes no cambiarán ni los jueces tomarán nuevos criterios a favor de las víctimas, y aunque llevemos perdidos cien o quinientos años, que ello no sea motivo para que queramos revertir esa historia de impunidad.

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