Pero hay un detalle que, dada mi mala memoria, me doy cuenta de que si lo recuerdo es porque me impresionó. Al igual que todos, yo tenía una caja de crayones de cera, marca Crayola, la única que se comercializaba hace 30 años. La mayoría teníamos la caja simple de ocho colores básicos: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, violeta, café y negro. Algunos niños, quizá por pertenecer a una familia con mayor poder adquisitivo, se daban el lujo de tener la caja de 16 colores.
La caja de Crayola de 16 colores tenía uno en especial: el rosa encarnado (Carnation pink, en inglés), el cual comúnmente se le conocía como color “carne”. Este color era muy apreciado entre los niños, sobre todo por la gran cantidad de piel humana que había que pintar en aquellos libros gringos con los que aprendíamos las primeras letras.
Sin embargo, como repito, no todos los niños teníamos la “bendición” de tener aquel color carne, por lo que nos dábamos a la tarea de resolver el problema del color piel con nuestra caja de Crayolas de ocho colores. Por ejemplo, con el anaranjado, pintando suavecito, para que no quedara muy impregnado el color.
Desde entonces, a mis cuatro años de edad, ya me daba cuenta de que algo estaba mal en ese color carne, y era que ninguno de mis compañeros, ni yo mismo, teníamos un color parecido en la piel. Ni siquiera mi compañero Bryan Pérez, el más canchito de todos, o Clarissa, la que me parecía la niña más bonita en ese entonces, y que allá a lo lejos me recuerdo que era bien blanquita. Pero ninguno de los dos con ese color rosaduzco del mal llamado color carne.
Y esto tampoco era percibido por Pablito, un niño nagüilón que, según decía mi maestra, era el que mejor dibujaba y pintaba en el aula, y que él asumió ese rol de estudiante mamón y se creyó el gurú del dibujo escolar, aconsejándonos sobre qué color usar. “Allí tenés que usar color carne”, me decía, al verme que yo usaba la estrategia de pintar de anaranjado bien pálido a las personas. Y yo lo miraba a él, y me daba cuenta de que ni él ni yo teníamos ese color carne, y que, más bien, él era hasta más moreno, y que se me hubieran pagado en ese momento para hacer su retrato, hubiera tomado mi crayola color café para asemejar más su color.
Para entonces, 1984, el término de la “globalización” ni siquiera había asomado las narices dentro de los círculos intelectualoides de Estados Unidos, menos en los de Guatemala. Pero ahora que lo pienso, de seguro que la marca Crayola pensó que todos sus potenciales clientes eran blanquitos rosaduzcos como ellos, desde su fábrica principal en Pennsylvania.
Poco a poco se han ido introduciendo nuevas marcas de crayones de cera, incluyendo marcas nacionales como Tucán, u otras provenientes de China, Belice o Nueva Zelanda, y que han hecho recular a la marca Crayola en los colegios del país. Pero lo que no ha cambiado es que se le sigue llamando color carne a esa especie de piel rosada peach, que creo que ninguno de los latinoamericanos tenemos, ni siquiera el más blanco, porque obviamente el Sol nos ha negreado un poco.
Pero el tema del crayón color carne me preocupa poco. Los niños más inteligentes, incluso aquellos que tienen dotes de pintores en potencia, se darán cuenta tarde o temprano del verdadero color de la piel. Me preocupa más ese efecto en que nosotros mismos no nos damos cuenta de cómo somos y no nos miramos para verificar si es cierto lo que dicen de nosotros.
En términos generales, estamos poco acostumbrados a vernos en el espejo. Y no me refiero simplemente a ver nuestro reflejo mientras nos peinamos. Me refiero a que muy pocas veces nos miramos y reflexionamos sobre nosotros mismos.
Un ejemplo de ello es las secciones deportivas de los medios de comunicación, en donde nos hablan a páginas completas sobre el futbol español, el béisbol de las Grandes Ligas o la NFL. Y los niños en la calle juegan a ser Messi o Cristiano Ronaldo, y creen que con ir a una academia de futbol en Futeca durante el curso de vacaciones, seguramente, cuando tengan unos diez o doce años, estarán en La Masía, listos para suceder a Iniesta. O soñando ser cantantes al estilo Justin Bieber, o actores como Harry Potter, y, total, viendo una realidad distinta a la que nos toca vivir.
El grave problema es que nos formamos un abismo entre lo que somos y lo que queremos llegar a ser. Y mientras idealizamos nuestros autorretratos con un falso color carne, el desarrollo del país no llega, porque no sabemos dónde estamos parados, y porque ni siquiera sabemos quiénes somos y a dónde queremos ir.
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