Ser jefe es lo peor que te puede pasar. Al
principio, cuando finalmente te ascienden, pensás que finalmente lo habías
logrado, y que, ahora sí, todo iba a mejorar, no solo para tu economía
familiar, sino que para el trabajo mismo, porque seguramente ya estabas harto
de tu jefe anterior, quien hizo bien en irse o morirse, o saber qué le pasó,
porque ya nadie lo aguantaba, especialmente vos.
En alguno momento, jamás pensaste que
asumirías, porque al jefe anterior parecía pegado con chicle en el poder, y
creías que difícilmente lo despedirían, ya sea porque era el dueño de la
empresa (o el hijo), o bien era alguien de confianza del dueño, así que no creo
que lo hayan despedido.
Y antes de pasar a lo que realmente te
interesa, te quiero decir que son mentiras eso de que creés que tu economía
mejorará con un pequeño o gran aumento de salario. En realidad el dinero
siempre hará falta. Siempre. Así que no busqués excusas solo para ganar más,
porque rápidamente lo equipararás con gastar más. Fin de esta discusión.
Pero volviendo a tu caso. Recién te
nombraron jefe, y esperás que tu departamento sea lo mejor. Entonces, empezás a
implementar todas esas ideas que siempre tuviste y que creías que eran mejor, y
no sabías cómo tu jefe anterior no lo hacía. Incluso, hasta llegaste a redactar
esas ideas y se las presentaste en un MEMO, convertido posteriormente en una
presentación Power Point, y él, al leerlo, se sonrió ligeramente (porque no se
permitió carcajearse) y te dijo: “Lo voy a leer despacio y después hablamos”,
pero jamás hablaron, ni mucho menos implementó tus ideas.
Bueno, pero eso ya no importa, porque ahora
finalmente te nombraron jefe, aunque lo más seguro es que otros más capaces que
vos se hayan ido antes, decepcionados, a otro trabajo, y de perdida quedaste
vos, el último tonto que no se pudo ir a un trabajo mejor. Pero te nombraron
jefe, y creíste que tu sacrificio finalmente valió la pena, y que ahora sí vas
a demostrar cómo se hacen las cosas. Es un pequeño paso, pero en breve verán
cómo mejora esto, pensaste.
Antes de asumir, ya habías planificado qué
hacer. Compraste una plantita para tu nuevo escritorio, quizá una agenda más
grande, y te enfrentaste a tu nuevo reto, que aunque mayor, sabías que te iba a
quedar chico, porque te creías capaz para ello y mucho más. Estabas listo para
comerte el mundo.
Y, así, la primera semana dominaste.
Pusiste tus reglas. Tus compañeros, que antes mirabas frente a frente, ahora
los miras por debajo del hombro. Pero ellos te dieron el beneficio de la duda,
y pusieron todo de su parte para comprender lo que querías. Intentaste cambiar
muchas cosas, no de golpe, porque sabés que hay cosas que llevan su tiempo.
Pero exigiste, y al final tuviste los resultados deseados.
Bueno, más o menos, porque algunas cosas no
salieron como querías. Pero la segunda semana sería diferente. Entonces, poco a
poco, tus excompañeros (hoy subordinados) te miran con desconfianza, con esa
cara de “¿qué te pasó?”; pero aún los unía cierto vínculo de amistad, y te
siguieron apoyando.
Y así, la semana siguiente, y la siguiente,
hasta que la silla de tu nuevo escritorio empieza a empolvarse; completás un
mes, y dos, y las cosas siguen más o menos igual. Quizá hasta peor; no solo
porque el cumplimiento de los objetivos decayeron, sino que ahora tus
excompañeros y ahora subordinados te miran con desconfianza.
Entonces, te da pena sentarte a la mesa con
ellos a la hora del almuerzo. Quizá, pensaste, que mucha familiaridad no era
buena para la relación. Empezaste a comer solo. De hecho, empezaste a comer
solito en tu escritorio, y seguiste trabajando mientras comías una hamburguesa
de comida rápida, y una gaseosa. Pero no importaba, justificabas que ya no
tuvieras hora de almuerzo, porque la estabas utilizando para rentabilizar mejor
tu tiempo en la empresa, que era rentabilizar el trabajo de tu equipo.
Y cuando más empeñado estabas en sacar todo
adelante, los accionistas de la empresa te llaman y te dicen que qué está
pasando, que se evidencia que han decaído las metas y que están preocupados,
porque han preguntado a tus excompañeros (ahora subordinados) y dijeron que se
sentían mal, y que ya no se sentían tan a gusto.
Entonces, prometiste que ibas a revisar,
intentar mejorar el trabajo y la relación interna en la oficina, y los
accionistas te dijeron que para ellos lo más importante (aparte de tener las
mejores ganancias posibles) eran los empleados, y que si no hay un buen
ambiente en la oficina, entonces que mejor dijeras, y que cerraban todo de una
vez, o si bien necesitabas alguien que te ayudara, pero rápido dijiste que no,
porque no querías mostrarte débil ni que no tenías las suficientes habilidades
para desempeñar el cargo.
Y no comprendías, qué habrá pasado, si no
los trataste mal. Y es que aunque te habías molestado un poco porque no
comprendieron rápidamente tus ideas, no fuiste capaz de regañarlos. No, claro
que no, eso ni se te ocurriría. Porque si algo no te gustaba de ser jefe es
verte en la necesidad de regañar a alguien. Creías que todo se componía con una
charla amistosa, una palmadita en la espalda y preguntarle a tu excompañero
(ahora subordinado), ¿qué te está pasando, te sentís bien? Me preocupa un poco
tu rendimiento. Y él te respondió que no, que se sentía bien, y vos le
insististe todavía que si había algo en que podías ayudar, con gusto lo harías.
Y así, tu filosofía de Cero Regaños empezó
a hacerte perder el control. Poco a poco la ira se empezó a acumular, hasta que
finalmente salió, el primer regaño, un poco arrepentido al principio, pero
finalmente terminaste con potencia, quizá un poco más fuerte de lo necesario.
Y regresaste a tu oficina, después de dar
tu sermón violentamente, sin querer ver los ojos de nadie. Ya solo, en tu silla
acolchada, te arrepentiste. Entonces, volvió a pasar un tiempo sin regaños, ni
siquiera una regañina. Y el proceso se volvía a repetir. Insistías en tu
filosofía de una “charla amistosa”, pero finalmente terminabas gritando, hasta que
no te diste cuenta el momento en que no hubo día de Dios en que no regañabas a
alguien, al menos de forma “cariñosa”.
¿Y las metas? Seguían más o menos igual. Lo
bueno es que ya todos se fueron acostumbrando a tu manera de trabajar.
Finalmente todo empezó a tomar el ritmo, pero era más o menos todo igual que
cuando estaba tu antiguo jefe. Y allí caíste en la cuenta de que te habías
convertido en él. Y las ideas que tenías para mejorar el trabajo, finalmente no
funcionaron, y la ley de la gravedad siguió funcionando para que las cosas se
siguieran cayendo por su peso.
Y tus excompañeros (ahora subordinados)
empezaron a renunciar, para buscar un trabajo mejor, y que aunque pusieron en
su carta de renuncia que tenían una mejor oferta, sabías que era porque ya no
te soportaban. Vino gente nueva, gente joven, a quien enseñarles. Hasta que
finalmente todos tus excompañeros se habían ido. Ahora todos te conocieron
viéndote hacia arriba.
Y a la luz de los años, ¿cuántos han pasado
ya? ¿Dos, cinco, veinte? ¿Tanto tiempo ya? Y vos seguías de jefe, y la
producción se mantenía más o menos igual. Quizá peor. Cada cierto tiempo, los
accionistas te jalaban las orejas, para que mejoraras el trabajo. Pero, de
cierta forma, tu piel se fue volviendo como la de un rinoceronte, y ya ni las llamadas
de atención de los dueños eran capaces de hacerte cambiar. Apretabas los ritmos
por cierto tiempo para acallar las quejas de los accionistas, y luego todo
volvía a tomar su rumbo.
Todo igual, solo que vos te ves más viejo y
más frustrado.
Alguna vez pensaste en renunciar. Pero también
Atlas tenía el mundo sobre sus hombros, y creía que si renunciaba, el mundo se
caería encima.
Y lo que ganabas con tu salario ya no era
suficiente. El precio de la comida subía y subía. Tus hijos demandaban más
cosas y tu esposa se quejaba de que no solo ya no alcanzaba, sino que cada vez
te miraba más cansado y deprimido. Quizá las cosas cambiarían, cuando
terminaras de pagar el préstamo del carro, o la hipoteca de la casa.
Y el mundo, sin embargo, se mueve, decía
Galileo.
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