A mi abuelo
materno apenas lo conocí. Nunca reconoció a mi madre ni a sus dos hermanos.
Él, según
me contaba mi mamá, era de una familia pudiente, que vivía cómodamente gracias
al empuje que tenía la panadería “La Espiga de Oro”, fundada por su papá, es
decir, mi bisabuelo. Sin embargo, sus herederos no se dedicaron al negocio y ya
para esas épocas, cuando yo era niño, ya estaba en declive.
Hoy día la
“Espiga de Oro” ya no existe. Creo. Y mi abuelo vivió sus últimos años casi en
la ruina.
Una vez mi
mamá me dijo: “Mirá al señor que va en aquella banqueta: es tu abuelo”. Pero yo
no lo pude ver, o no lo supe distinguir entre tantos señores.
La familia
de mi abuelo nunca permitió que se casara con mi abuelita, por ser de
diferentes clases sociales. Sí, como en esas películas cursis de la Época de
Oro del Cine Mexicano, en que el poder adquisitivo era lo más importante para
perpetuar el status quo. Sin embargo, sospecho que ella le dio mucho compás de
espera y así él pudo engendrar tres hijos, incluida mi madre.
Luego se ha
de haber cansado de sus mentiras y tuvo dos niños más con otro varón.
Mi
abuelita, en cambio, era muy dulce; a tal punto que murió tras un coma
diabético. Tenía los ojos verdes, igual que mi mamá; igual que mi hijo. Y un
pelo largo, que detrás de esas canas se adivinaba que fue rubio alguna vez. Y
piel blanca. En esa foto que estaba en la sala de su casa se miraba muy guapa, a
pesar de que era en blanco y negro.
Nunca le
conocí un trabajo estable. Siempre andaba aprovechando la temporada del año
para vender productos de la época. Rosas, para el Día del Cariño; arreglos,
para el Día de la Madre; coronas de flores con papel de china, para el Día de
los Muertos…, y así. Y si no, todos los días se iba a la Terminal a hacer
negocios. ¿De qué? No sé, pero mi mamá aseguraba de que siempre tenía ahorrado.
Además, dejó pagada una casa de dos lotes, la cual debió ser dividida por la
herencia que le dejó a tres de sus hijos. A mi mamá no le dejó nada, porque
decía ella (mi abuelita) que no lo necesitaba.
Sospecho
que esa era la forma de que mi abuelita tenía para decirle a mi mamá que estaba
orgullosa de ella.
Su casa, o
más específicamente su cuarto, estaba llena de cachivaches y trebejos. Una
tilichera con vitrina, que luego se apropió mi hermana, siempre lucía llena de
cosas. Yo creía que esas enormes cajas no se movían para nada. Al momento de su
muerte confirmé que tenía razón; había allí papeles que nadie extrañaría y que
fueron a parar a la basura, porque no eran nada importante.
Mi abuelita
casi no me buscaba. Sentía yo que quería más a mi hermana mayor. Lo sospechaba
cuando llegaba para su cumpleaños con un pastel, mientras que al mío ni
siquiera me llamaba. Pero mi madre me hizo sentir un amor inmenso por ella y
tenía la certeza de que siempre rezaba por mí.
Tras varios
días en el hospital, la noche que murió yo supe de antemano que había
fallecido, porque soñé que llegaba a despedirse: yo estaba en un cementerio
jardinizado y llegó a decirme adiós. Luego sonó el teléfono para avisarnos que
había muerto.
Días
después estaba yo solo en mi casa y sentí su presencia. Prendió el radio para
hacérmelo saber y yo la llamé: “Abuelita” y me quedé tranquilo sabiendo que
ella sabía que yo la había reconocido. De vez en cuando llega a la casa. De
hecho, ella me visitó en sueños para decirme que iba a tener una hija, que ya
había sido engendrada, y que todo estaría bien.
En cambio a
mi abuelo casi no lo conocí. Llegó al funeral de mi abuelita y lloraba
desconsoladamente por ver morir al amor de su vida. Se puso en la salida para
recibir condolencias, pero nadie lo saludó. Mi madre, de lejos, me dijo: “Él es
tu abuelo”.
1 comentario:
Interesante artículo, gracias por su publicación.
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