martes, 3 de diciembre de 2013

Mi abuelo bastardo

A mi abuelo materno apenas lo conocí. Nunca reconoció a mi madre ni a sus dos hermanos.

Él, según me contaba mi mamá, era de una familia pudiente, que vivía cómodamente gracias al empuje que tenía la panadería “La Espiga de Oro”, fundada por su papá, es decir, mi bisabuelo. Sin embargo, sus herederos no se dedicaron al negocio y ya para esas épocas, cuando yo era niño, ya estaba en declive.

Hoy día la “Espiga de Oro” ya no existe. Creo. Y mi abuelo vivió sus últimos años casi en la ruina.

Una vez mi mamá me dijo: “Mirá al señor que va en aquella banqueta: es tu abuelo”. Pero yo no lo pude ver, o no lo supe distinguir entre tantos señores.

La familia de mi abuelo nunca permitió que se casara con mi abuelita, por ser de diferentes clases sociales. Sí, como en esas películas cursis de la Época de Oro del Cine Mexicano, en que el poder adquisitivo era lo más importante para perpetuar el status quo. Sin embargo, sospecho que ella le dio mucho compás de espera y así él pudo engendrar tres hijos, incluida mi madre.

Luego se ha de haber cansado de sus mentiras y tuvo dos niños más con otro varón.

Mi abuelita, en cambio, era muy dulce; a tal punto que murió tras un coma diabético. Tenía los ojos verdes, igual que mi mamá; igual que mi hijo. Y un pelo largo, que detrás de esas canas se adivinaba que fue rubio alguna vez. Y piel blanca. En esa foto que estaba en la sala de su casa se miraba muy guapa, a pesar de que era en blanco y negro.

Nunca le conocí un trabajo estable. Siempre andaba aprovechando la temporada del año para vender productos de la época. Rosas, para el Día del Cariño; arreglos, para el Día de la Madre; coronas de flores con papel de china, para el Día de los Muertos…, y así. Y si no, todos los días se iba a la Terminal a hacer negocios. ¿De qué? No sé, pero mi mamá aseguraba de que siempre tenía ahorrado. Además, dejó pagada una casa de dos lotes, la cual debió ser dividida por la herencia que le dejó a tres de sus hijos. A mi mamá no le dejó nada, porque decía ella (mi abuelita) que no lo necesitaba.

Sospecho que esa era la forma de que mi abuelita tenía para decirle a mi mamá que estaba orgullosa de ella.

Su casa, o más específicamente su cuarto, estaba llena de cachivaches y trebejos. Una tilichera con vitrina, que luego se apropió mi hermana, siempre lucía llena de cosas. Yo creía que esas enormes cajas no se movían para nada. Al momento de su muerte confirmé que tenía razón; había allí papeles que nadie extrañaría y que fueron a parar a la basura, porque no eran nada importante.

Mi abuelita casi no me buscaba. Sentía yo que quería más a mi hermana mayor. Lo sospechaba cuando llegaba para su cumpleaños con un pastel, mientras que al mío ni siquiera me llamaba. Pero mi madre me hizo sentir un amor inmenso por ella y tenía la certeza de que siempre rezaba por mí.

Tras varios días en el hospital, la noche que murió yo supe de antemano que había fallecido, porque soñé que llegaba a despedirse: yo estaba en un cementerio jardinizado y llegó a decirme adiós. Luego sonó el teléfono para avisarnos que había muerto.

Días después estaba yo solo en mi casa y sentí su presencia. Prendió el radio para hacérmelo saber y yo la llamé: “Abuelita” y me quedé tranquilo sabiendo que ella sabía que yo la había reconocido. De vez en cuando llega a la casa. De hecho, ella me visitó en sueños para decirme que iba a tener una hija, que ya había sido engendrada, y que todo estaría bien.


En cambio a mi abuelo casi no lo conocí. Llegó al funeral de mi abuelita y lloraba desconsoladamente por ver morir al amor de su vida. Se puso en la salida para recibir condolencias, pero nadie lo saludó. Mi madre, de lejos, me dijo: “Él es tu abuelo”.

1 comentario:

Alejandro Cañizares dijo...

Interesante artículo, gracias por su publicación.